Cuando la naturaleza habla, el cuerpo escucha
- Marta Carbonell
- 25 jun
- 3 Min. de lectura

Hay momentos en los que el paisaje no solo se contempla, sino que te atraviesa. Días en los que la naturaleza no se limita a ser escenario, sino que se convierte en maestra, guía y espejo de aquello que también se está moviendo dentro de ti.
Hace pocos días viví una de esas experiencias. Me encontraba rodeada de naturaleza viva, de esa que no necesita palabras para hacerse entender. Los ríos fluían con fuerza, el agua clara y en movimiento constante, como una metáfora palpable del fluir de la vida. Ese movimiento transparente me hablaba de la necesidad de seguir adelante, de soltar, de purificarse. Me dejé llevar por el sonido del agua, por la calma que me despertaba y por la ausencia de prisa que me invitaba a respirar más lentamente. Todo en ese entorno me ayudaba a aterrizar plenamente en el momento presente, a escuchar el silencio interior a través del movimiento exterior.
Pero como ocurre a menudo, la naturaleza no se queda en un solo paisaje emocional. De repente, el cielo se transformó. El sol cedió su lugar a nubes densas, y una tormenta irrumpió con una fuerza tan majestuosa como imprevisible. Relámpagos iluminaban el cielo y los truenos resonaban con contundencia en el ambiente, llenando el espacio de una vibración que invitaba al silencio y al respeto. Me quedé observando, en un estado de atención máxima, sorprendida por la rapidez del cambio y con una ligera inquietud ante la incertidumbre de cómo evolucionaría aquel espectáculo. Y entonces lo entendí: el mensaje era claro.
El agua me había hablado del fluir y la fluidez. La tormenta, de los cambios repentinos que llegan para sacudir y renovar. Los relámpagos, de las revelaciones que aparecen en medio de la oscuridad. Y los truenos, de la potencia de la voz natural, de aquello que no podemos controlar pero sí respetar. Cada elemento era un símbolo. Cada cambio externo me invitaba a observar qué se estaba moviendo dentro de mí.
Mi cuerpo también se hacía presente. La piel se volvía más receptiva, la respiración más consciente, los sentidos estaban despiertos. Sentí cómo el cuerpo se alineaba con el entorno, como si también reconociera ese lenguaje antiguo que habla sin palabras. Y en ese estado de presencia, percibí con claridad la conexión con la Madre Tierra. Ella no solo acoge: también comunica, nos habla, nos muestra caminos si sabemos mirar, si sabemos escuchar.
Cuando la naturaleza habla, si nos detenemos, si escuchamos, si sentimos… el cuerpo responde. Y entonces, algo profundo se despierta: una conciencia enraizada, una presencia viva, una conexión con lo esencial.
Propuesta de integración: escuchar el paisaje desde el cuerpo
La próxima vez que estés en un entorno natural, párate un momento. No hagas nada. Solo observa.
Respira profundamente. Deja que el aire entre por la nariz, baje hasta el vientre y salga lentamente por la boca. Repite tres veces.
Mira el entorno como si fuera la primera vez. Observa los colores, el movimiento del agua o de las hojas, las nubes, la luz. No lo interpretes, solo obsérvalo.
Escucha con todo el cuerpo. ¿Qué sonidos hay? ¿Dónde resuenan dentro de ti? Deja que el cuerpo capte la vibración de la naturaleza.
Cierra los ojos unos instantes. Lleva la atención hacia dentro. ¿Qué sientes? ¿Cómo está tu cuerpo en este momento? ¿Hay alguna emoción presente? ¿Algún pensamiento recurrente?
Abre los ojos lentamente y da las gracias. Puedes hacerlo con un gesto, un pensamiento o una palabra. Agradece este momento de conexión.
Practicar este ejercicio con regularidad puede ayudarte a despertar la escucha sutil, ampliar la conciencia del presente y cultivar una presencia enraizada.Porque la naturaleza no solo se contempla: se vive, se respira… y nos habla.






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